Cuando era chica, no vivía en la gran ciudad, vivía en una zona de quintas donde la gente solía ir de vacaciones. Para otoño la zona se vaciaba y nada más quedaba yo con las colinas y los árboles que de a poco cambiaban de color. Recuerdo que me encantaba tirarme horas y horas en el pasto y mirar los árboles moverse cuando la primera briza los tocaba, también ver las formas de las nubes pasar. Juro haber llegado a ver figuras extrañas, como la cara de un ex presidente que prefiero no nombrar. El primer indicio de que era hora de irme era primero que el sol se dejaba de ver y ya estaba cerca del horizonte, y el segundo es que el cuerpo me picaba tanto que ya no lo podía aguantar. A eso de las seis, siempre hacia un esfuerzo para emprender mi regreso. Cuando caminaba hacia mi casa, por puro campo, al costado del camino se podían ver las ultimas pequeñas flores de la temporada. Eran de un color blanco y amarillo, y ya no brillaban tanto como en la estación anterior, pero seguían ahí firmes antes de que el frió invierno las entierre sobre nieve. Las pequeñas margaritas, como los peones la llamaba, se iban a ir en algún momento y yo siempre preferí salvarlas. Cada vez que las veía en el camino las cortaba y armaba un puñado de flores que le regalaba a mi mamá todas las tardes cuando llegaba a mi casa. Ella siempre las recibía con amabilidad y me ponía la sonrisa que más me gustaba. Siempre las dejaba sobre un vaso con agua arriba de su mesa de luz, todos los días hacia lo mismo y el vaso siempre cambiaba, modelando flores de diferentes colores. Siempre me pregunte que pasaba con esas flores que iba juntando sobre su mesa de luz, que yo les traía todos los otoños, por tres años hasta que nos fuimos a la ciudad a vivir.
Los años fueron pasando y las circunstancias no siempre son las que uno quiere. Uno crece y las flores dejan de estar para cambiar su forma por peleas, mentiras o crudas verdades. Las enfermedades vienen y se van, y cuando menos lo esperas las peores noticias llegan. Un día de invierno, mamá dejo de ser mamá y su alma se fue para otro lado. Ese día volví a juntar flores al costado del camino, la nieve y el frio las habían secado, pero algunas pocas seguían firmes y fuertes y su color amarillo se podía ver. Esas fue las que junte y las puse con su cuerpo. Ella era como esas flores que podía aguantar hasta el más crudo invierno. En ese momento, mi inconsciente me llevo a esos momentos donde yo le regalaba las primeras flores, y esa mueca que tanto me gustaba volvió a resaltar, en ese momento sabia que la memoria del recuerdo siempre iba a estar con ella y las flores.
El tiempo fue apaciguando el dolor que uno siempre va a tener. La casa se fue quedando vacía junto a los muebles y anécdotas que ya no tenían un lugar ahí. Hasta a mi también me toco mi turno. Un día, no tan lejos del de hoy, decidí mudarme. Y sembrar mis verdades en otro lado. Cuando iba armado las caja de cosas, que eran más recuerdos que cosas de por sí. Encontré una caja un poco vieja y polvorienta, de madera robusta. Cuando la abrí, para mi sorpresa, allí adentro estaban, las viejas y ahora secas margaritas que le regalaba todos los días a mamá.
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